Diez años después del accidente nuclear de la central nipona, las consecuencias siguen vivas. Fue el 11 de marzo de 2011 a las 14h 46 (6h 46 en Europa). Más allá de las muertes y las enfermedades que provocó, los peligros siguen ahí: así los reactores han de ser regados con el fin de estabilizar su temperatura. La zona de evacuación se extiende todavía en un radio de más de 300 km²; según mantienen algunos expertos, entre ellos Sabu Kohso, es una catástrofe eternizada, cuyos efectos alimentan un capitalismo apocalíptico.
Los hechos son conocidos: un seísmo submarino, de magnitud 9,1, engendró un tsunami que sumergió la costa noreste del Japón; el agua penetró en la central nuclear de Fukushima Daiichi, provocando 22500 muertos y desaparecidos; los enfermos de cáncer han aumentado de manera exponencial en los años posteriores. Sin lugar a dudas fue la peor catástrofe nuclear acontecida después de la de Chernobyl en 1986.
Algunas ciudades quedaron sumergidas o destruidas, a pesar de los muros de contención que se habían levantado; varias refinerías se vieron afectadas dando lugar a incendios que acompañaron a los desastres nucleares en la nombrada Fukushima Daiichi, Fukushima Daini, Onagawa y Tokai. Las nefastas consecuencias se vienen a unir a la lista de catástrofes provocadas por el empleo de la energía nuclear: así los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, 6 y 9 de agosto de 1945, durante la segunda guerra mundial provocó 300000 muertos. El 29 de setiembre de 1957 le tocó el turno a la central nuclear de Kychtyn (Rusia), provocando más de 200 muertos de cáncer debido a la fuga de residuos nucleares a causa de una explosión de un depósito. El 26 de abril, fue en Chernobil, en Ucrania, en donde explotó un reactor mientras se realizaba un ensayo técnico; las llamas lucieron durante diez días, expandiendo por la atmósfera productos radiactivos que contaminaron a tres cuartos de Europa; las cifras de fallecidos a causa del accidente varían de las 4000 contabilizadas por la OMS, a más de 60000 decesos debidos al cáncer. En otros lugares, más cercanos, se han dado algunos accidentes menores como en la central de Saint-Laurent-des-Eaux en octubre de 1969 y en marzo de 1980; de Vandellós I en 1989, el escape sucedido en la sede madrileña de la Junta de Energía Nuclear, de los continuos sustos de la central de Garoña que al final fue parada, de las bombas termonucleares de 1966 en Palomares, mejor no hablar y no sigo.
Los peligros son indiscutibles, pero los intereses económicos siguen primando tanto en Japón como en muchos lugares del planeta, y así continúan algunas en funcionamiento; es el caso del país nipón que estos días recordaba a los fallecidos con pomposas ceremonias y oraciones fúnebres encabezados por los gobernantes, pero que no cesa en la utilización de dichas fuentes de energía, alegando que han aprendido del accidente y han extraído las debidas lecciones para gestionar los desastres. En fin, la única salida es, tras la constatación de los peligros de la energía nuclear, es cerrar dichas instalaciones, lo que no quita para que los residuos acumulados a lo largo de los años de su funcionamiento siguen ejerciendo sus efectos contaminantes.