Con las medidas de protección frente a la crisis de la Covid-19, como la cancelación de las clases presenciales en los centros educativos, estudiantes y docentes de todo el Estado español se han visto obligadas a adaptar su trabajo, transformando por completo las rutinas de enseñanza y aprendizaje. En numerosas ocasiones, la improvisación frente a las circunstancias excepcionales predomina en la nueva configuración de la actividad educativa. Tareas online, trabajos prácticos que pasan a ser teóricos y clases a través de plataformas de internet son algunas de las estrategias adoptadas. Hoy contamos con herramientas online que facilitan la comunicación audiovisual, que hacen posible acercar lo que es lejano. En un par de clicks, una profesora puede tener delante de sus ojos a su alumnado y viceversa. Pero este avance tecnológico tiene algunos contras. Hay personas que prefieren no mostrarse a través de la web, hay personas que tienen mayores dificultades para comunicarse por esa vía, y la protección de todas las personas que usan esas plataformas está en duda. ¿Qué pasa con el derecho a la intimidad o con el derecho a la propia imagen? ¿Dónde está la garantía de protección de datos de profesorado y alumnas cuando se hace obligatorio el desarrollo de las clases en internet? ¿Qué pasa con los derechos de los y las menores que están teniendo que usar Zoom, Skype, y otras aplicaciones de gigantes tecnológicos para verse con sus profesores y profesoras y continuar dando las materias?
La abogada Manuela Battaglini ya advirtió del peligro que suponen estas prácticas en el diario El País hace unas semanas. Contaba que las aplicaciones que utilizamos para hacer videoconferencias “se están lucrando recopilando y vendiendo salvajemente incluso más información que antes”. Por ejemplo, Zoom, una de las aplicaciones que más está destacando, adelantando a los conocidos Skype o Hangouts, “recopila una cantidad ingente de datos”. “No solamente guarda datos proporcionados voluntariamente como tu nombre y tu dirección de correo electrónico, también las conversaciones, los documentos que compartimos, el tiempo que estamos hablando, nuestros dispositivos o nuestra geolocalización”, advertía la abogada. A Battaglini le preocupa que los datos de los y las menores “queden en manos de gigantes tecnológicos”. A algunas profesoras y profesores les preocupa también que su imagen personal pueda ser utilizada por los y las alumnas para fines discriminatorios, como la elaboración y distribución de memes o vídeos en clave de humor a través de las redes sociales.
Desde el Ministerio de Educación indican que, en el ámbito de sus competencias, “está llevando a cabo una serie de acciones a través del Instituto Nacional de Tecnologías Educativas y de Formación del Profesorado (INTEF). El INTEF, en colaboración de la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD) y el Centro de Respuesta a Incidentes de Seguridad INCIBE, ha elaborado recomendaciones para familias, docentes y estudiantes en materia de ciberseguridad y ha puesto a disposición cursos de formación al respecto, además de los recursos recogidos en la web AseguraTIC”, explican. Aseguran que “el INTEF sigue trabajando en facilitar herramientas y recursos”. Se trata de recomendaciones cuya concreción depende de cada Comunidad Autónoma puesto que, apuntan desde el Ministerio, “es competencia de estas”.
Igor Ahedo es profesor en la Universidad del País Vasco Euskal Herriko Unibertsitatea (UPV/EHU). Cuenta que, en el ámbito universitario, lo que se está produciendo es “una delegación en cascada: el Gobierno delega la gestión de la situación académica en las universidades, las universidades delegan en los campus, los campus en el profesorado y el profesorado en los alumnos y alumnas”. Si bien es cierto que “el profesorado se ha volcado” con las formaciones ofrecidas para la adaptación de las clases a la nueva situación y que la asistencia a las mismas “ha sido masiva”, Ahedo reconoce que cada profesor está haciendo lo que puede y lo que mejor sabe.
Algo parecido relata Francisca Ruiz desde la otra orilla del Estado. Ruiz es maestra de primaria en un colegio de Murcia. Comenta lo agobiante y estresante que está siendo continuar el curso en esta situación, porque la Consejería de Educación está siendo muy exigente con la documentación (han tenido que hacer readaptaciones metodológicas, adaptar las clases, tienen que elaborar planes de contenidos quincenales, enviar tareas diariamente, reuniones, claustros) y faltan recursos: “Vamos hasta arriba. Se está improvisando mogollón”. Recuerda que los alumnos y alumnas del colegio en el que trabaja se habían dejado los materiales del tercer trimestre en clase: “Primero nos dijeron que el Ayuntamiento se iba a encargar de repartirlos. Luego, nos dijeron que fuéramos al colegio: una mañana tuve que ir a hacer paquetes con los materiales de cada alumno y llamar a todas las familias para organizar la recogida: cada media hora, cinco padres, para que pudieran entrar de uno en uno. Dos días antes de la recogida, llega otra directriz que indica que no se puede hacer así. Total, que todavía están los materiales allí. Vamos a trompicones”, lamenta. A pesar de la situación excepcional que ha dejado el coronavirus, la actividad educativa, aunque ha cambiado por completo en las formas y las herramientas, no se ha reformulado, ralentizado ni adaptado a los nuevos ritmos que los sentires, agobios, ansiedades de las personas están necesitando. Ainhoa Apaolaza, profesora de la UPV/EHU y de la escuela de Formación Profesional ORUE, dice: “La educación no ha parado. Nos metimos en casa en marzo pero tenemos que seguir con la evaluación” como estaba previsto antes del coronavirus. “Se estableció que el curso iba a acabar en junio, fuese presencial o desde casa”, añade.
¿Responsabilidad o recursos?
Para dar las clases, Francisca Ruiz cuenta con un portal en Jitsi Meet que ha habilitado la Consejería de Educación, en el que están registrados los datos de los docentes y del alumnado. A través de esa plataforma ve por videoconferencia a su clase y a los padres y las madres, que les acompañan al otro lado de la pantalla. Tiene obligación de dar clase, aunque, comenta, no está obligada a utilizar la cámara. También se ha visto empujada por la falta de recursos a crear un grupo de WhatsApp con los padres y las madres de su alumnado. “No me gusta estar expuesta, algunas veces a las 11 y pico de la noche me están mandando cosas por WhatsApp -relata-, pero mi miedo realmente no es que me graben, es no poder darles una clase en condiciones”. Otras personas, como Ainhoa Apaolaza, tiran de Google Drive para compartir los contenidos y explicaciones de las asignaturas a través de documentos y vídeos.
David Díaz estudia Bellas Artes en la Universidad Politécnica de Valencia. Asiste regularmente a clase a través de Teams, una plataforma de Office para videoconferencias, y tiene un grupo de WhatsApp con uno de sus profesores. En esta última asignatura, su profesor envía las instrucciones para la elaboración de los trabajos prácticos solo a través de WhatsApp. “¿Estamos obligados a tener WhatsApp entonces? ¿Y qué pasa con la gente que no quiera tener apps de Facebook?”, se pregunta. Le preocupa que sus datos estén registrados en aplicaciones y plataformas que no ofrecen garantías de seguridad y privacidad y se pregunta si tiene alternativa “a la hora de seguir con el curso”, pero asume que ya sabemos que “vendemos nuestros datos a cambio de la comodidad que nos dan las tecnologías”. Por si fuera poco, el Vicerrectorado de Recursos Digitales y Documentación de su universidad avisó recientemente al alumnado de un ataque informático a su intranet: “Esto no me garantiza la protección de datos, al contrario, me avisa de que es probable que ya me los hayan robado”. Lo que más le preocupa, sin embargo, es que se haya dado por hecho que cualquier persona cuenta con la posibilidad de seguir la formación online: “No todo el mundo tiene medios, ni un ordenador personal. Tengo una asignatura de video en la que es difícil trabajar desde casa, los programas para trabajar los tiene la universidad. Son programas muy caros (Photoshop, Premiere, After Effects…). Es decir, estamos obligadas a descargarnos ilegalmente esos programas para aprobar. Por no hablar de talleres de escultura y demás”.
¿Efectivamente todo el mundo tiene a su disposición conexión a internet y un ordenador para poder dedicar todo el día a hacer trabajos o para asistir obligatoriamente seis horas diarias a clase online, como le ocurre a Sabina Rubio, estudiante de TSEAS (Técnico Superior de Enseñanza y Animación Sociodeportiva)? El ministro de Universidades, Manuel Castells, decía hace unos días en la Cadena SER que “la brecha digital es un mito que viene de hace 20 años”. “El 91,4 por ciento de los hogares españoles tiene un ordenador. Hay menos desigualdad tecnológica que social. La brecha digital es mucho menor brecha que el conjunto de las brechas sociales”, declaraba el ministro. Algunos profesores y profesoras, sin embargo, están advirtiendo un escenario que contrasta con esos datos: para muchos estudiantes, los recursos disponibles en los centros educativos eran la única garantía de poder realizar sus tareas y trabajos académicos. Recuerda Francisca Ruiz que tiene una alumna que vive con su abuela “que no tiene ni WhatsApp”. La maestra apunta además, como comentaba también Igor Ahedo, que lo que reciben por parte de las instituciones son indicaciones, no necesariamente recursos para llevarlas a cabo: “Todos los medios son personales. La Consejería ha dicho que quien no tenga ordenador puede ir al colegio para coger uno, pero básicamente estamos funcionando con los medios que tenemos o con los que compramos. Los gastos que estamos teniendo ahora son en informática para poder trabajar”, dice. Y esos gastos “corren por cuenta propia”, aunque recuerda que “en el colegio siempre hay mogollón de gastos que corren por cuenta propia. También es verdad que porque nosotros queremos: si hace falta no sé qué para la clase, pues vas, lo compras y ya está”. Ainhoa Apaolaza destaca la cantidad de tiempo añadido que está dedicando al trabajo y el desentendimiento por parte de las instituciones: “Nos estamos cubriendo la espalda como podemos. Esto es sálvese quien pueda”.
El profesor universitario Igor Ahedo ha reflexionado sobre la gestión de la cuestión de la crisis generada por el coronavirus en general y de la educación en concreto. Más allá de la lectura antineoliberal, que señala y denuncia “la apropiación de capital por las grandes corporaciones” y el hecho de que las instituciones destinen sistemáticamente “toda su atención, sus discursos y planteamientos más nítidos a la gestión del mercado, a facilitar que el gran capital circule”, apunta que hay algo que se nos está escapando: “El arte de gobierno neoliberal consiste en que la política traslada todas las decisiones (que tienen que ver con los cuidados y la vida) al espacio de lo privado”. Y pone un ejemplo: “La política renuncia a poner recursos para que evitemos el contagio, la política está dando vueltas permanentemente hacia no hacer tests, no tiene mascarillas, no tiene EPIs en los hospitales pero, sin embargo, nos está trasladando a nosotros la responsabilidad de no contaminarnos con el lavarnos las manos”. En el ámbito educativo ocurre lo mismo: “El neoliberalismo, como forma de subsidiarizar todo aquello que tiene que ver con los cuidados y con la vida, de trasladarlos al ámbito privado, lo que está provocando al final es que quien tiene recursos tira para adelante y quien no tiene recursos se queda en el camino”. Sí, sabe que algunas de las plataformas que se están utilizando para dar clase durante el confinamiento se dedican a la compraventa de datos, que no garantizan la seguridad y se siente “culpable por estar reproduciendo un sistema que sabemos que está mal”, pero advierte: “Lo estoy utilizando porque me han dejado en la puñetera estacada. No hay ni una puta institución de este país que haya pensado de forma estratégica cómo hostias hacer la educación virtual antes de esa plataforma. Pero lo que sí llevamos años pensando es cómo construir este país a través del tren de alta velocidad”.
¿Sin aulas para siempre?
La abogada Violeta Assiego señala que “tiene que haber nuevos protocolos de seguridad en el que los detalles privados de las personas que participan se puedan mantener privados. Tiene que haber contraseñas, no vale un enlace que da acceso a cualquiera”, ejemplifica. La primera necesidad con respecto a cómo se deben incorporar todas estas herramientas a las rutinas educativas, según la abogada, es hacer “un ejercicio de información por parte de las instituciones sobre cuáles son las medidas que hay que tomar a la hora de establecer cualquier tipo de conexión en una plataforma social”. La situación ya no tan nueva nos presenta un nuevo paradigma, según Assiego, y “tenemos que pasar de la improvisación a la previsión”. Assiego remarca que se están vulnerando derechos básicos como el derecho a la educación, en tanto que hay muchas personas que están viviendo grandes dificultades para acceder a esta nueva rutina académica improvisada por la situación, algo que “no se puede ver mermado. No se puede ver mermado mi derecho a una educación, y está pasando, porque yo no tenga en mi casa un ordenador y conexión a internet, y las nuevas tecnologías tampoco pueden vulnerar mis derechos”, pero recuerda que la vulneración de derechos no es algo que se esté dando ahora con el coronavirus, sino que viene de mucho antes y ahora “se está amplificando y magnificando”.
¿Podría haber cambiado para siempre el aula tal y como la conocíamos? La maestra Francisca Ruiz no se imagina cómo sería volver a una clase “en la que los alumnos no puedan abrazarse o abrazarme a mí. Porque en el día a día, cuando un crío se siente mal o llora, ¿cómo lo vas a consolar si no lo abrazas? Además, a mí me gusta trabajar en equipos, ayudándose unos a otros. Eso me preocupa, siempre he pretendido evitar el individualismo y fomentar la cooperación, la ayuda mutua… Ahora, si tenemos que mantener la distancia, ¿cómo hacemos eso?”. Mientras llega ese momento, Ruiz se queda con la alegría de sus alumnos y alumnas cada vez que se ven a través de la pantalla. “Yo veo a mi hijo de ocho años -recuerda Igor Ahedo- cada vez que le llega un vídeo -a través, sí, de una plataforma que nos controla- de su profesora y se le iluminan los ojos, sonríe, es feliz, vuelve a estar en contacto con la realidad. Entre decidir si tengo que ser un superhéroe utilizando plataformas perfectas o utilizar plataformas imperfectas para que mi hijo siga sintiendo empatía, cercanía, contacto y no sienta que la responsabilidad de la educación se ha subsidiarizado sobre padres y madres que están hasta las orejas y sobre niños que están confinados, yo prefiero utilizar Google”.