Ya es la hora (bueno, aún podría quedarme cinco minutos para reposar la comida, pero no es útil) y noto como el ruido del pecho crece, paulatinamente, sin poder detenerse, a pesar del betabloqueante ingerido. Como si fuera un reloj mental o una alarma vital que me tortura, que se apoderado de mí.
He comido y ya me he puesto el pijama, blanco. No pienso ir vestida a trabajar, no quiero que nada pueda contagiarme. El ruido del pecho se hace más patente, es un tambor mental o, más bien, un recuerdo de las próximas ocho horas de trabajo. Pensar que no sabes cuándo saldrás del trabajo y volver a casa es algo que no se podría permitir.
Recojo los trastos y salgo corriendo hacia el coche para llegar cuanto antes al abarrotado centro de salud. Aparco y cuando subo las escaleras una persona me detiene y me pregunta por sus pruebas. ¿Cómo voy a saberlo si aún no he entrado en mi computador? Así todos los días: es desesperante, explicar a los pacientes que no damos abasto, que reclamen a los mandamases de la consejería para que contraten a más personal.
Al fin, llego a mi consulta y cierro con llave. Antes, he atravesado la sala de espera helada por las ventanas abiertas que ventilan ese habitáculo en el que se pueden reunir más de cincuenta personas. Ahora, con la Covid, está más vacía, pero por la organización interna que hemos dispuesto, para evitar un mayor número de contagios.
Enciendo el ordenador y, de nuevo, las trabas burocráticas de ICM, el privatizado servicio informático de la Comunidad de Madrid, que cada día funciona peor, con el consiguiente empeoramiento de la atención médica.
Al fin, la pantalla se enciende y veo mi saturada agenda: setenta pacientes, esa que un gerifalte no daba por buena aun teniéndola delante de las narices, antiguos sanitarios convertidos en nuestro peor enemigo, impidiendo la contratación de más compañeros que agilicen la atención y estas listas interminables de pacientes a los que hay que llamar, rastrear, atender, escuchar y derivar. Y si esto fuera poco, aún hay que añadir, las personas que vienen sin cita y que hay que meter a capón, las urgencias y las visitas a domicilio. Sólo de pensarlo al repasar el listado mi corazón se acelera ante el pensamiento realista de no poder acabar a tiempo, dentro de mi jornada laboral que concluye a las nueve de la noche. Algún día, nos hemos quedado hasta las 10, trabajando en un edificio que da una calle silenciosa y nocturna.
Son las 13:45, he entrado quince minutos antes de mi horario y sé que no voy a poder levantarme, ni para orinar, en más de tres horas, y cuando tengo la regla, peor aún, pues cambiarme el tampax y la compresa es prácticamente un ejercicio de funambulismo femenino.
¿Por qué voy antes? Me pregunto. Para quitarme trabajo administrativo que no debería hacer. Durante estos años he tenido que aprender a manejar el word como si fuera un compañero de admisión. Esos si que están mal, la primera barrera para los iniciales males humores de los pacientes que acuden a una atención primaria abandonada y derrotada.
Bajas, recetas, informes de dependencia, etc., trabajo de pantalla que podría ser enviado a recepción e, incluso, por correo electrónico a pacientes que no tendrían que visitar una consulta ya de por si colapsada.
La primera llamada que atiendo es la de un inspector lenguaraz y grosero que, tampoco es compañero, pues ellos delegan actuaciones que son de su competencia. Yo no tengo que explicarle a un paciente por qué le dan de alta y por qué no aceptan su solicitud de incapacidad.
Así todos los días, uno tras otro. Es un día de la marmota eterno desde que el Partido Popular asumiera las competencias de sanidad y el desmantelamiento a la brava se inició con la impresentable Aguirre y el niño Güemes, cuñado de Fabra, el del aeropuerto de Castellón, privatizando el servicio de analíticas y laboratorio.
Levanto la cabeza del ordenador ante el escándalo sonoro que procede de la recepción donde los administrativos filtran las citas, las consultas, es decir, ejercen de sanitarios sin serlo. Aún no son las dos para llamar al primer paciente citado que, tal vez, tampoco esté y llegue tarde, porque se oyen gritos y voces de algún usuario, como les gusta decir a los políticos, reclamando un servicio que, probablemente, ya esté solucionado, pero es muy sencillo echarle la bulla a la persona que intenta darle una cita adecuada.
Esto ha sido durante años, sobre todo desde que González, el presidente que fue detenido por las mordidas en Colombia, y su adlátere Lasquetty decidieron iniciar la privatización del servicio cuando decían que la Comunidad de Madrid necesitaba liquidez, sin subir los impuestos a los ricachones del territorio.
Y para colmo llega la Covid, convirtiéndose en la espita que revienta la olla a presión que es la medicina de atención primaria.
Un médico de familia hace de médico, gestor, trabajador social, psicólogo, confesor, administrativo y visitador. También, gestiona los supuestos “errores” de las farmacias al cobrar recetas que no deberían cobrar.
Parece que el betabloqueante ha hecho su efecto y antes de abrir la puerta de la consulta me encuentro más calmada. Ante mí se presentan los pacientes con una mirada que va de la esperanza al miedo y de otros al desdén.
En primer lugar, organizo la lista; comienzo a llamar y la fila se hace interminable. Antes de utilizar el teléfono prefiero atender a la gente que ha venido a consulta y antes de que entre la primera persona ya estoy haciendo un cálculo mental de los motivos de consulta a realizar, pues como mucho serán seis minutos por paciente.
Empezamos mal. Ya sé que voy a ir con retraso. Ha entrado Micaela, la anciana a la que fui a ver hace una semana, tan pequeñita, tan frágil, tan asustada desde el confinamiento. Se ha puesto a llorar. Su marido murió en una de las residencias que fueron desatendidas por la Comunidad de Madrid con ese protocolo que dicen que no existió.
¡Qué poca vergüenza! ¡Con lo que tardó esta mujer en conseguir la plaza para su marido! ¡Me hicieron repetir el informe de dependencia varias veces!
No puedo cortarla, pero tampoco me importa. Es mi trabajo, por mucho que digan los políticos del PP que no hacemos nada.
Abro la puerta y ya sé que me va a caer una buena. El siguiente paciente entra como un burro y casi tira a Micaela: como si lo viera, es una baja, un proceso administrativo que la mutua privada de este paciente no quiere reconocer, cuando es esa empresa quien tiene que pagar.
Es un proceso desesperante, pues la mayoría del tiempo de mis consultas presenciales son de este tipo. Hace tiempo que hacemos medicina preventiva, de “por si acaso”.
El paciente se ha ido más calmado, ha entendido mi situación y que el problema lo ha creado la mutua, que no quiere pagar. También soy apaciguadora de malos espíritus.
Durante una hora y media he conseguido recuperar el tiempo de consulta que provocó las lágrimas de Micaela. Ahora toca el rastreo de la Covid y las consultas telefónicas pendientes, lo que me supondrá estar sentada durante tres o cuatro horas, mirando continuamente el reloj para saber si podré acabar antes de cerrar el centro de salud, a las nueve.
Mi pensamiento es realizar mi trabajo y poder ver a los críos, pequeños, que cuando llego a casa, muchas veces están en la cama.
A todo esto se añade la incomprensión de nuestro coordinador a la hora de organizar el trabajo. Él, que lleva veinte años en el puesto, no quiere pedir sustitutos a gerencia porque crea problemas a gerencia, nos obliga a doblar turnos para pedir las vacaciones o los días de libre disposición. Pero esta circunstancia es generalizada en muchos centros de salud de Madrid.
He pensado en marcharme, pero estoy esperando que me paguen mi historial profesional, otra cosa que los sindicatos no mueven de forma generalizada. Hay que ir a juicio para que la administración reconozca que he trabajado. También, llevamos dos años esperando la solución a la oposición de 2019 y nos dicen que está detenida porque han de resolver primero la situación de los Servicios de urgencia de Atención Primaria que están cerrados.
Me siento estafada, pero no puedo abandonar a mis pacientes, sobre todo a los más débiles que siguen dependiendo del médico de familia, ese al que años antes se respetaba y ahora se lo considera el último mono de la sanidad, sin reconocer que somos la base del sistema.
Son las 20:40 he conseguido terminar mi agenda. Respiro, pero aún no he acabado: bajo a ayudar a una compañera que ya ha decidido emigrar a otro territorio donde le pagan mejor y, además, no la menosprecian. Hay una señora en la entrada que no puede respirar, tal vez la ansiedad de haberse contagiado, pero seguro que hasta las nueve y media no salgo hoy.