Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y enfermarse, como se cansan y enferman los hombres y los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder un poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibildiad, las vemos o las oímos caer como piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas como monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados.
Sabemos que hay palabras-clave, palabras-cumbre que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, y que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia. Sabemos muy bien cuáles son estas palabras en la que se centran tantas obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social, democracia, entre muchas otras. Y aquí están otra vez esta noche, aquí las estamos diciendo porque debemos decirlas, porque ellas aglutinan una inmensa carga positiva sin la cual nuestra vida, tal como la entendemos, no tendría el menor sentido, ni como individuos ni como pueblos. (…) Pero en algunos de nosotros, acaso porque tenemos un contacto más obligado con el idioma que es nuestra herramienta estética de trabajo, se abre paso un sentimiento de inquietud, un temor que sería fácil callar en el entusiasmo y la fe del momento, pero que no debe ser callado cuando se le siente con la fuerza y con la angustia con que a mí me ocurre sentirlo.
Una vez más surgen entre nosotros palabras cuya necesaria repetición las está limando, desgastando, apagando. Digo libertad, digo democracia, y de pronto siento que he dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un estereotipo, en un cliché sobre el cual todo el mundo está de acuerdo porque esa es la naturaleza misma del cliché y del estereotipo, anteponer un lugar común a una vivencia, una convención a una reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo. (…)
Hablamos porque somos, pero somos porque hablamos. Y es entonces que en las encrucijadas críticas, en los enfrentamientos de la luz contra la tiniebla, de la razón contra la brutalidad, de la democracia contra el fascismo, el habla asume un valor supremo del que no siempre nos damos plena cuenta. Ese valor, que debería ser nuestra fuerza diurna frente a las acometidas de la fuerza nocturna, ese valor que nos mostraría con una máxima claridad el camino frente a los laberintos y las trampas que nos tiende el enemigo, ese valor del habla lo manejamos a veces como quien pone en marcha su automóvil o sube la escalera de su casa, mecánicamente, casi sin pensar, dándolo por sentado y por válido, descontando que la libertad es la libertad, y la justicia es la justicia, así tal cual y sin más, como el cigarrillo que ofrecemos o que nos ofrecen. (…)
Todo esto sería acaso menos grave si frente a nosotros no estuvieran aquellos que, tanto en el plano del idioma como en el de los hechos, intentan todo lo posible para imponernos una concepción de la vida, del Estado, de la sociedad y del individuo, basada en el desprecio elitista, en la discriminación por razones raciales y económicas, en la conquista del poder omnímodo por todos los medios a su alcance, desde la destrucción física de pueblos enteros hasta el sojuzgamiento de aquellos grupos humanos que ellos destinan a la explotación económica y a la alienación individual.
Si algo distingue al fascismo y al imperialismo como técnicas de inflitración es precisamente su empleo tendencioso del lenguaje, su manera de servirse de los mismos conceptos que estamos utilizando aquí esta noche para alterar y viciar su sentido más profundo y proponerlos como consignas de su ideología. (…) Para ellos la libertad es su libertad, la de una minoría entronizada y todopoderosa, sostenida ciegamente por masas realmente masificadas. (…)
La excesiva confianza nuestra en el valor positivo que tienen esos términos puede colocarnos en desventaja frente a ese uso diabólico del lenguaje. Por la muy simple razón de que nuestros enemigos han demostrado su capacidad de insunuar, de introducir paso a paso un vocablo que se presta como ninguno al engaño, y si por nuestra parte no damos al habla su sentido más auténtico y verdadero, puede llegar el momento en que ya no se vea con la suficiente claridad la diferencia esencial entre nuestros valores políticos y sociales y los de aquellos que presentan sus doctrinas vestidas con prendas parecidas, puede llegar el día en que el uso reiterado de las mismas palabras por unos y otros no deje ver ya la diferencia esencial de sentido que hay en términos como individuo, como justicia social, como derechos humanos, según sean dichos por nosotros o por cualquier demagogo del imperialismo o del fascismo. (…)
Es tiempo de decirlo: las hermosas palabras de nuestra lucha ideológica y política no se enferman y se fatigan por sí mismas, sino por el mal uso que les dan nuestros enemigos y el que en muchas circunstancias les damos nosotros. Una crítica profunda de nuestra naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la única posibilidad que tenemos de devolverle al habla su sentido más alto, limpiar esas palabras que tanto usamos sin acaso vivirlas desde adentro, sin practicarlas auténticamente desde adentro, sin ser responsables de cada una de ellas desde lo más hondo de nuestro ser. Solo así esos términos alcanzarán la fuerza que exigimos en ellos, solo así serán nuestros y solamente nuestros. La tecnología le ha dado al hombre máquinas que lavan las ropas y la vajilla, que les devuelven el brillo y la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que cada uno de nosotros tiene una máquina mental de lavar, y que esa máquina es su inteligencia y su conciencia, con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político de tantas adherencias que lo debilitan.