La primera actriz negra que obtuvo un Oscar de la Academia de Hollywood fue Hattie McDaniel por su papel de fiel y graciosa sirvienta de la racista y poderosa Scarlett O’Hara, heroína de las damas del Sur y también mujer de muchos perfiles.
Tardaron mucho las personas de raza negra en dejar de ser camareros, bufones, limpiabotas, cómicos, con excepciones como algunos filmes de John Huston, George Stevens, William Wyler o los primeros filmes que se atrevieron, de aquella manera, a abordar el tema de la cuestión racial como “Intruder in the Dust” de Clarence Brown, una descafeinada versión de la novela de William Faulkner.
Pero el más conocido de todos, a pesar de algunos filmes independientes todavía por revalorizar como “El pozo de angustia”, fue sin duda Sidney Poitier, oriundo de los suburbios de Miami, que debutó en el filme de Mankiewicz “Un rayo de luz”, encarnando a un firme y estoico médico blanco enfrentado a un hombre racista y violento encarnado por Richard Widmark y aquí es donde surge el problema fundamental con las caras y las diferentes versiones del actor.
Las películas más célebres y premiadas en su momento fueron, por lo general, aquellas en las que Sidney Poitier, de origen humilde y aficionado al teatro, se convierte en el algo insulso prototipo de “hombre modélico” cuyo máximo exponente sería ese abogado de buena posición que encarna en la mentirosa “Adivina quién viene esta noche” de Stanley Kramer, con el que ya había trabajado en la algo más interesante “Fugitivos”, donde huye de prisión encadenado a un racista interpretado por Tony Curtis.
Es esa imagen de doctor, abogado, psiquiatra, diplomático (como llego a serlo en vida) o maestro de escuela la que ha desactivado, en cierto sentido, la fuerza social de las películas en las que intervino. No obstante, con el paso del tiempo podemos rescatar algunas excepciones, nada desdeñables, como ese alumno lleno de resentimiento de la vigorosa “Semilla de maldad” de Richard Brooks, ese detective enfrentado a los violentos prejuicios de la policía sureña en el filme de Norman Jewison “En el calor de la noche” o su intervención en la hoy olvidada “Un lunar en el sol” sobre la obra teatral de la malograda Lorraine Hasberry donde se une el racismo con las cuestiones de género.
En sus peores momentos Poitier se convierte en el Barack Obama del séptimo arte, con su imagen pulcra, conciliadora, pero que olvida a toda esa gente desfavorecida con la que creció.
Podemos, no obstante, rescatar el calado social de algunos de sus filmes menos conocidos como “La clave de la cuestión” de Hubert Cornfield, donde se pone en evidencia el fascismo latente en un sector de la clase media estadounidense pero con esa pulcra imagen de didactismo o buenas intenciones se convirtió en un icono algo neutro, dejando en segundo plano a interpretes como el aguerrido músico Harry Belafonte (“Apuestas para el mañana”) y creando una escuela que hoy, afortunadamente se ha diversificado a un lado y otro de las cámaras con nombres como Lee Daniels, Denzel Washington, Spike Lee o Halle Berry entre otros muchos.
Aunque Poitier ayudó a derribar muchas barreras, casi siempre, estuvo sujeto a los dictados del sistema de los grandes estudios en lo que a sus personajes se refiere.