La reforma laboral de Yolanda Díaz sigue produciendo reacciones en contra en las últimas semanas. Abogados laboralistas de izquierda han desmentido el relato de la “derogación” señalando como aspectos más lesivos de la contrarreforma de Rajoy de 2012 siguen intactos. Desde el sindicalismo alternativo se llama a las primeras movilizaciones para finales de enero, denuncian estas continuidades y exigen una verdadera derogación.
No entraré en este artículo a desgranar en detalle todo el contenido del Decreto Ley. Quiero centrarme en especial en uno de los apartados de los que menos se está hablando y que constituirá uno de los aspectos más lesivos para la clase trabajadora del legado legislativo del gobierno “progresista”, el llamado Mecanismo RED.
La reforma laboral revalida un marco legal basado en la precariedad, la subcontratación y la arbitrariedad patronal en la definición de las condiciones de trabajo. Pero esto es poco novedoso. La verdadera novedad que hace que la patronal sonría y la UE suelte los Fondos, es que anticipa los mecanismos legales y financieros con los que el Estado español espera subvencionar los ajustes que empresas y sectores enteros acometerán en los próximos años.
Yolanda Díaz pone la primera piedra de una nueva reconversión, que como la de los 80 contra la industria, salvará a la banca y a los capitalistas a costa de miles de millones de dinero público y una sangría de empleo y condiciones laborales.
El Mecanismo RED: “socializar las pérdidas, privatizar los beneficios”
El mecanismo RED de Flexibilidad y Estabilización del Empleo forma parte de la nueva regulación de los ERTE. Estos de por sí ganan en flexibilidad y se introduce la causa de “salud pública” en previsión de volver a activarlos en futuras olas o nuevas pandemias. Pero la gran novedad es que se incorporan estos mecanismos para atender crisis cíclicas o sectoriales de empresas o ramas enteras de la economía.
El Estado se compromete así a asumir parte de las cotizaciones a la Seguridad Social y hacerse cargo de las retibuciones salariales, que se sustituirían por un nuevo subsidio. Un “servicio” que se ofrece tanto a empresas que puedan verse afectadas por la coyuntura macroeconómica, que podrían acogerse durante un año, como a empresas de un sector al completo que tenga la necesidad de aplicar cambios permanentes o estructurales, que podrían beneficiarse un máximo de dos años.
Como contrapartida las empresas deberían participar de la elaboración de planes de recolocación de las plantillas afectadas, tanto en su propia marca como en otras compañías, a las que también se les exonera del parte del pago de las cotizaciones en los primeros meses.
Se trata de un mecanismo redondo para la patronal. Si Garamendi luce sonriente con la ministra de Trabajo, no es solo porque esta haya dejado intacto el marco laboral hecho a medida de la CEOE, sino porque ha conseguido institucionalizar como permanente la máxima de “socializar las pérdidas y privatizar los beneficios”. El Estado asume el riesgo empresarial tanto en forma de pérdidas cuando vengan mal dadas, como cuando sectores enteros se dispongan a realizar reconversiones o actualizaciones productivas – muchas de ellas ya de por sí subvencionadas por los Fondos Europeos- que verán desaparecer de los balances nada menos que gran parte de los costes salariales.
El andamiaje jurídico de las futuras reconversiones
Esta reforma ha sido la que pedía la UE, tal y como explicaba en una reciente entrevista el abogado laboralista Vidal Aragonés. De hecho, que quedase aprobada en el Consejo de Ministros y Ministras antes de acabar el año era una de las condiciones para recibir el siguiente tramo de los Fondos Europeos. La Comisión no solo quería una reforma contenida, que no cambiase nada sustancial del marco legal español. Quería una reforma con “sustancia”, con algunas medidas que garantizasen que el Estado español dispone de un plan a su gusto para desarrollar los planes de modernización y reconversión asociados a esa lluvia de 140 mil millones que se transferirán en su mayoría a las grandes empresas del IBEX35 de aquí a 2023.
En el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia presentado por el gobierno español para la consecución de los fondos, ya se mencionaban entre los compromisos la puesta en marcha de “convenios de transición justa” para actividades que deban reconvertirse, bien por criterios de transición energética o cambio de modelo. Entre los objetivos de dichos convenios estaría el de “minimizar los impactos económicos y sociales”. Es decir asumir los riesgos y posibles pérdidas y contener con subsidios la posible sangría de empleos.
El Mecanismo RED es el andamiaje jurídico que generaliza estos “convenios” por los que el Estado se compromete a asumir los costes que la reconversión de sectores como el del automóvil , la producción energética, la industria agropecuaria y alimentaria o el turismo puedan generar. Estos son solo los principales sectores que se recogen entre los objetivos del Plan.
Sobre todos estos sectores se presentan en los próximos años profundas reconversiones que, lejos de ser meras innovaciones tecnológicas como están vendiendo, supondrán el cierre u absorción de cientos de empresas, la restructuración de plantillas enteras y un intento voraz de rebajar costes salariales para mejorar en competitividad. Lo vivido en la Zona Franca de Barcelona con el cierre de Nissan que puede llevar a la destrucción de 20 mil empleos indirectos, es solo un anticipo de lo que puede generalizarse.
La reforma de Yolanda Díaz marca el nuevo consenso entre gobierno, patronal y burocracia sindical para afrontar estos “retos” del capitalismo español, que se sustenta el modelo heredado de precariedad y arbitrariedad patronal en la definición de las condiciones de trabajo y, ahora también, en un plan rector para gestionar los ajustes que vienen en forma de cierres, despidos masivos y redefinición a la baja de condiciones.
La reconversión industrial de los 80: un reflejo de lo que puede venir
El relato de Yolanda Díaz está lleno de las palabras “modernización” y “Europa”. La ministra de Trabajo se enorgullece de estar poniendo a la economía española y sus empresas en tónica con lo que pide la UE. Una cantinela que recuerda mucho al relato con el que irrumpieron los primeros gobiernos de Felipe González para fundamentar el ajuste sobre la industria que disparó el desempleo por encima del 20% y que era condición de la UE para la entrada en el mercado común en 1986 y la moneda única con el Tratado de Mastrich en 1992.
El PSOE de los 80 compró el recetario neoliberal para subvencionar la liquidación de gran parte de la siderurgia, la industria naval, la minería y el textil. Por aquel entonces el ministro de Industria, Carlos Solchaga, y el de Economía, Miguel Boyer, se erigieron en los “Chicago Boys” a la española y dispusieron de miles de millones, no para generar inversión pública productiva, sino para subvencionar cierres y despidos masivos y garantizar que la banca privada cobraba todos los créditos industriales.
El andamiaje jurídico excepcional puesto en marcha fueron los llamados Fondos de Promoción de Empleo (FPE) y las Zonas de Urgente Industrialización (ZUR). En la formulación de sus objetivos las similitudes con el Mecanismo RED llaman la atención. El Estado ofrecía entonces su ayuda financiera para sanear y modernizar las industrias en crisis, asumiendo temporalmente los costes laborales a cambio de planes y promesas de recolocación que en su mayoría nunca se cumplieron.
Solo en la primavera de 1983, unos meses después de la llegada del gobierno “del cambio”, el ejecutivo anunció la destrucción de 200 mil empleos, que se sumaban a los 600 mil perdidos en la industria durante los gobiernos de la UCD. La guerra contra la reconversión se alargaría hasta mediados de los 90, con algunas de las batallas más emblemáticas de la historia del movimiento obrero reciente como Reinosa, la Naval o Euskalduna, por nombrar solo algunas.
Con los FPE se sufragaron “treguas” por las que los trabajadores declarados “excedentes” quedaban en el desempleo a cambio de un subsidio con tiempo limitado, cursillos, promesas de recolocaciones futuras y en algunos casos prejubilaciones o bajas incentivadas. Un mecanismo que sirvió para intentar desactivar huelgas, sembrando la división en las plantillas en lucha y alejándolas durante largos periodos de tiempo del centro de trabajo.
Tanto los FPE como las ZUR se sustentaban en la promesa de “recolocaciones”. Sin embargo, solamente el 10% de los trabajadores “excedentes” fueron recolocados. Los planes de reindustrialización fueron un auténtico fracaso. Entre 1979 y 1983 el Estado desembolsó 3 billones de pesetas – unos 18 mil millones de euros, unos 40 mil millones en valor de compra actual – para la industria y 2 billones para la banca.
De los fondos industriales el 60% fueron al saneamiento financiero de las empresas en proceso de reconversión y despidos, es decir para garantizar el cobro de sus créditos a la banca. Un 30% fueron a inversiones productivas de estas mismas empresas, un 8% a indemnizaciones por despido y solo un 2% a proyectos de reindustrialización. No hay que olvidar que, por el camino, se quedaron importantes “mordidas” de la burocracia sindical, como la del secretario general de SOMA-UGT, Ángel Fernández Villa, que amasó una fortuna valorada 1,4 millones de euros.
¿Y las direcciones sindicales?
Durante los 80 el papel de las grandes centrales sindicales no puede separarse del resultado final de la guerra contra la reconversión. Más de un millón de empleos industriales fueron destruidos, un 30% del total, dejando a regiones enteras sumidas en el paro y la despoblación. Las direcciones de CCOO y UGT, ligadas respectivamente al PCE y el PSOE, jugaron papeles diferentes pero complementarios.
El sindicato socialista se mantuvo como un agente directo del gobierno en las empresas objeto de reconversión. La UGT voloró positivamente los FPE y las ZUR y en cada conflicto industrial peleó por evitar o terminar las huelgas y firmar acuerdos que aceptaban la destrucción de empleo a cambio de indemnizaciones, bajas voluntarias y prejubilaciones. No sería hasta después de la huelga general del 14D de 1988, cuando la UGT de Nicolás Redondo aceptaría formalmente la unidad de acción con CCOO para luchar contra la reconversión, aunque su rol de moderación en las empresas permaneció inalterable.
Las CCOO mantuvieron en las empresas una política más combativa, encabenzando las grandes luchas y priorizando en sus reivindicaciones la exigencia de recolocaciones y el mantenimiento de los puestos de trabajo. Sin embargo, la combatividad de secciones y uniones comarcales chocaba con la política de Marcelino Camacho y el PCE. En esta larga década se bloquearon todas las iniciativas que surgieron desde abajo para emprender una movilización general de toda la industria amenazada o en curso de desmantelamiento. Se condenó a luchas muy duras al aislamiento en su comarca o provincia, e incluso se expulsó a secciones sindicales y uniones territoriales enteras, como la de la Naval y Gijón, por no plegarse a la línea de contención de la dirección.
Ha llovido desde la década de los 80 y comienzos de los 90, y en lo que respecta al rol de las direcciones burocráticas de ambas centrales los cambios no han sido para mejor. Su compromiso como garantes de la paz social y facilitadores de las grandes contrarreformas neoliberales se ha ido fortaleciendo. Su momento más álgido lo vivimos bajo el primer gobierno del PP, cuando las direcciones de CCOO y UGT firmaban con Aznar la reforma laboral de 1997 que consolidó y profundizó la desregularización introducida por las de Felipe González.
En el siglo XXI ambas centrales han mantenido una oposición tan formal como inofensiva a los sucesivos ataques de los gobiernos del PP y el PSOE. A casi todas ellas – salvo a la de 2006 de Zapatero – le dedicaron aunque fuera una jornada de huelga general, para después abandonar la movilización y dejarlas pasar. Así courrió contra el decretazo de Aznar en 2002, la primera de Zapatero en 2010 y la de Rajoy en 2012, contra la que hubo el “récord” de dos paros de 24h en el mismo año. Esto dejaba, aunque fuera para los discursos del 1º de Mayo, un rechazo oficial a toda esta batería de medidas que extendieron la precariedad, los salarios de miseria y los trabajos sin derechos sindicales.
No, no es una reforma “insuficiente”
Sordo y Álvarez hoy no están ni para una contestación formal como la que relaizaron a Rajoy. Su compromiso con el sostén del gobierno “progresista” es tan firme como el del Nicolás Redondo del 82 con el gobierno “del cambio” del momento.
El aval a la reforma laboral de Yolanda Díaz no es a una reforma insuficiente, como señalan algunos críticos (pero “solo un poco”) con el gobierno. Es un compromiso con un nuevo consenso para descargar sobre la clase trabajadora el coste de los ajustes y transformaciones que el capitalismo español tiene por delante.
En primer lugar porque, como decíamos, adelanta el andamiaje legal a las reconversiones futuras. Lo hace calcando los mecanismos ya ensayados en la mayor operación de este tipo y que forma parte del imaginario de los grandes ataques anti obreros llevados adelante por un gobierno de “izquierdas”.
En segundo lugar, porque ni siquiera lo que se vende como medidas de combate a la temporalidad podrían tildarse de una mejora real. Se da con la mano izquierda lo que se quita con la derecha. Por un lado se reduce el contrato por circunstancias de la producción a 6 meses prorrogable a 1 año y se endurecen las condiciones para los contratos temporales vinculados a incrementos imprevisibles de la actividad. Todas estas “mejoras” tendrán igualmente que garantizarse a base de denuncias que tardan hasta 2 años en resolverse -por lo que el incentivo a presentarlas es mínimo- o inspecciones de Trabajo que nunca llegan por la cantidad ridícula de inspectores e inspectoras en el país campeón en el fraude de contratación.
A cambio, se introduce un contrato temporal de 90 días – que es la duración del 85% de los contratos que se firman – más desregularizado y con causalidad imprevista, se flexibilizan los de a tiempo parcial – una de las principales causas de la brecha salarial de género – que podrán ser también de formación y se permite a las ETTs hacer contratos fijos discontinuos, convirtiéndolas en auténticos tratantes de mano de obra de la que podrán disponer a su antojo para cambiar de empresas, puestos o categorías.
Por último, porque se trata de una auténtica revalidación del mayor ataque a las condiciones laborales de las últimas décadas, la contrarreforma laboral de 2012. El coste del despido, la barra libre para que puedan ser objetivos y para las modificaciones de condiciones, la supremacía de los convenios de empresa en todo salvo el salario base y el régimen de subcontratación sin límite, son solo algunas de las lacras que quedan tal cual.
Con su reforma, Yolanda Díaz y la burocracia sindical lanzan dos mensajes muy claros. Por un lado, el marco de precariedad generalizada herencia de las sucesivas reformas del PSOE y el PP desde los años 90 es parte fundacional del este nuevo consenso. Por el otro, el Estado está para hacerse cargo de las pérdidas empresariales y subvencionar la destrucción de empleo, si es en nombre del “interés general”. No es casualidad que justo después de presentarnos una reforma que institucionaliza la “socialización de pérdidas”, se pusiera el broche al rescate a la banca de Rajoy con la asunción por parte del gobierno de los 35 mil millones de euros de deuda del “banco malo”.
Ante la izquierda “resignada”: movilicémonos por la derogación de las reformas laborales y construyamos una izquierda anticapitalista y de clase
El sindicalismo alternativo está organizando las primeras movilizaciones contra la reforma laboral de Yolanda Díaz y por la verdadera derogación de la de 2012. Es necesario que estas sean el pistoletazo de salida de un plan de lucha, en el que la izquierda sindical, junto a los sectores críticos de los grandes sindicatos, convoquen asambleas en los centros de trabajo para desmentir el relato gubernamental e iniciar la pelea por revertir todo el legado de precariedad heredado de las décadas neoliberales.
La izquierda reformista que emergió apropiándose del “sí se puede” del 15M nos ofrece como único horizonte el de la resignación al mismo marco contra el que nos rebelamos la juventud de hace una década, el de la precariedad perpetua y ser la “mercancía en manos de políticos y banqueros”. Unidas Podemos constata con la reforma laboral que lo que necesitamos es construir otra izquierda radicalmente distinta.
Una izquierda que ponga su eje en el desarrollo de la movilización y la autoorganización, en particular de la clase trabajadora junto a la juventud y los sectores populares. Que pelee por un programa contra la precariedad, los desahucios, el aumento de los precios, la infrafinanciación de la sanidad y los servicios públicos y demás problemas sociales, sin que se detenga reverencialmente ante la patronal y la línea roja de no tocar sus beneficios ni privilegios.
Que luche por la derogación de todas las reformas laborales y por medidas como la reducción de la jornada sin merma salarial para combatir el desempleo, la indexación automática de la subida de los precios en los salarios, la nacionalización de las eléctricas y grandes empresas de servicios o impuestos a las grandes fortunas para financiar la educación, la sanidad y las pensiones.
Que a la vez que le para los pies a los gobiernos serviles del IBEX35, construya una alternativa política apuntando a los beneficios y privilegios de los capitalistas para resolver los grandes problemas sociales, y combata así la “guerra entre pobres” que alienta Vox y el resto de la derecha apoyándose en la insatisfacción que deja el reformismo de manos vacías.
La de la reforma laboral, y las que seguramente le seguirán cuando este nuevo consenso se despliegue en el próximo periodo, serán las batallas en las que tendremos la oportunidad de demostrar que es posible un horizonte diferente al que la burocracia sindical, Unidas Podemos y el PCE nos venden como el “menos malo posible”.