El 27 de enero se conmemoró el aniversario de la liberación del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau por las tropas del Ejército Rojo, uno de los capítulos más horrorosos de la historia de la humanidad como símbolo del genocidio perpetrado por los nazis.
De los 6 millones de judíos exterminados por el régimen nazi, más de 1 millón pasaron por Auschwitz, junto a más de 100.000 gitanos, homosexuales, discapacitados y militantes comunistas y socialistas, que compartieron el mismo destino.
El gran pensador del Holocausto judío, Primo Levi, señalaba que Auschwitz representa la industrialización de la muerte a escalas inéditas, donde la vida humana no significaba nada más que un número grabado sobre el brazo, en espera de las “duchas” de las cámaras de gas tóxico, los hornos crematorios y las fosas comunes. Esa aniquilación planificada contemplaba experimentos genéticos de esterilidad y eugenesia (perfeccionamiento de la especie humana mediante el criterio racista de selección) y hasta se servía de los cadáveres como materia prima para proveer insumos a la industria. Kilómetros de cabello humano fueron compactados para la industria textil. El oro incrustado en las dentaduras fue fundido para las reservas del Reich. Las cenizas fueron recicladas como fertilizantes.
Monopolios como IBM, Daimler Benz, IG Farben, Bayer, BMW, Krupp, Volkswagen, Siemens, etc. se valieron del trabajo esclavo para incrementar sideralmente sus ganancias. Efectivamente, los nazis inauguraron oficialmente el exterminio metódico como regla de la barbarie, tomando como antecedente el genocidio de 1,5 millón de armenios en 1915 que fundó las bases del nuevo Estado turco. Pero Hitler superó los más apocalípticos pronósticos de las novelas de ficción, demostrando el extremo al que podía llegar la naturaleza de un país imperialista, que buscaba conquistar toda Europa para abrir nuevos mercados y extender la hegemonía de sus propios intereses.
Hace diez años, bajo la tétrica leyenda “arbeit macht frei” (el trabajo los liberará) que encabeza la entrada del campo, el 65 aniversario congregó a decenas de sobrevivientes, ex soldados soviéticos y diversas personalidades internacionales. Entre otras adhesiones, se destacó la enviada por el papa Benedicto XVI, condoliéndose del “horror de crímenes de una crueldad sin precedentes”. ¡Cuanto cinismo! Este ex integrante de las juventudes hitlerianas soslaya el rol del papa Pio XII y el Vaticano quienes brindaron su apoyo al régimen nazi, un antisemitismo latente que encuentra expresión actualmente en Tadeusz Pieronek, el obispo de Cracovia que afirmó descaradamente que “el Holocausto es un invento judío”, sin desmerecer, desde luego, a los obispos lefebvrianos de la ultraderechista Comunidad San Pio X, entre ellos Richard Williamson, quien sostuvo como “mentiras la eliminación de 6 millones de judíos, la existencia de campos de concentración y cámaras de gas”. Si bien otros como Obama solicitaron “no olvidar jamás” la tragedia de Auschwitz, la realidad es que olvidaron la complicidad del mundo “libre y democrático” que abandonó a los judíos al azar de los verdugos nazis. Como declara el sobreviviente Jack Fuchs, “durante la guerra, los países aliados sabían muy bien de la existencia de los campos de concentración y de todo lo que sucedía. Jamás bombardearon Auschwitz ni ningún campo. Ni las vías de tren que a ellos conducían. Auschwitz fue ignorado entre1941 y 1945. Voluntariamente ignorado. El objetivo de los países era ganar la guerra” (Página12, 27/01/09). El fraude de los juicios de Nuremberg, donde fueron condenados apenas 24 dirigentes nazis, demostró el verdadero significado de la consigna “nunca más” en boca de las potencias vencedoras.
La ironía de la historia
A 75 años de Auschwitz, los imperialismos vencedores impusieron una visión sesgada del holocausto judío en función de sus propias necesidades. En aquel entonces, el presidente de EE.UU. Franklin Delano Roosevelt cerró la frontera “pues había sido colmada la cuota de judíos”, forzando a los refugiados que huían a volver a Europa, tal como sucedió con miles de judíos a bordo del crucero San Luis que no tuvieron más remedio que volver a sus países de origen, donde encontraron la muerte en los campos de concentración. Para colmo, Roosevelt reprimió a las organizaciones obreras y populares que manifestaban su solidaridad con los judíos frente a la embajada alemana, a instancias de una burguesía imperialista “aislacionista”, que aún no había resuelto su entrada en la guerra. Del mismo modo, Inglaterra y Francia también habían cerrado sus puertos, mientras celebraban con Hitler el acuerdo de Munich en pos de “seguir viviendo tranquilos y felices”, como declaró el primer ministro británico Chamberlain. Una burla criminal hacia los judíos que desde 1933 habían sido despojados de la ciudadanía alemana por las primeras raciales de Nuremberg, ascendiendo en 1938 al pogrom de la Kristallnacht, cuando las tropas de asalto y las bandas nazis produjeron más de 100 asesinatos, destruyeron miles de viviendas, negocios y templos, y deportaron compulsivamente a más de 30.000 judíos a los campos de concentración de Dachau, Buchenwald y Sachsenhausen. Francia prohibió la entrada de judíos para evitar que aparecieran “otros Herschel Grynszpan”, el jóven judeo polaco de 17 años que hirió de muerte en París al funcionario nazi Von Rath en venganza por la deportación de sus padres y de decenas de miles de judíos polacos. Grynszpan fue defendido tenazmente por León Trotsky y la Cuarta Internacional, más allá de no compartir el método del terrorismo individual, contras las calumnias de la burocracia soviética y el PC francés, que lo injuriaban como “agente de los nazis”.
Paradojicamente, un mes antes del atentado, Stalin firmó un acuerdo de colaboración con Hitler, corporizado en el pacto Ribbentrop – Molotov, mediante el cual Alemania y la URSS anexaban y se repartían Polonia, mientras Stalin desarmaba a los soldados judeo polacos para detenerlos en campos de prisioneros (Mark Dworzecki, Historia de la resistencia antinazi judía. Biblioteca Popular Judía del Congreso Judío Mundial). Fueron estos elementos los que terminaron de convencer a los nazis en 1942 para avanzar decididamente hacia “la solución final de la cuestión judía”, con la perspectiva de eliminar a los 11 millones de judíos que vivían en Europa.
La ironía de la historia es que las mismas potencias “democráticas” que libraron el destino de los judíos a la arbitrariedad de la bestia nazi, fueron las que se valieron de los padecimientos inauditos de ese pueblo oprimido para transformar al Estado de Israel en un Estado opresor guerrerista, un Estado racista y colonialista apoyado sobre la expropiación y la limpieza étnica del pueblo palestino.
Un Estado financiado por el imperialismo basado en un ejército de ocupación permanente para mantener una guerra perpetua con los pueblos árabes del Medio Oriente. Por eso la memoria de Auschwitz vive en todos los pueblos oprimidos, y particularmente en la resistencia del pueblo palestino y su legítimo derecho a la autodeterminación nacional.