Sábado noche. Una imagen de barrio. Un grupo de no tan adolescentes sentados en un banco de los de toda la vida, de los que fueron testigos de amores y desamores, de aventuras, de quedadas, de risas, de enfados y de llantos. Bancos que escuchaban secretos inconfesables y que servían de pañuelo de lágrimas entre aquellas amigas y aquellos amigos que se abrían en canal para compartir sueños y deseos.
El poder de la palabra embriagaba aquellos momentos colmándolos de un halo casi mágico que perdurará en la memoria de quienes lo vivieron y compartieron.
De eso no hace mucho pero, para tristeza de quienes recordamos aquellos instantes, el poder de la palabra cayó en alas del progreso y la tecnología, en alas del fatídico WhatsApp y redes sociales que acercan a los que están lejos y alejan a quienes están cerca.
Y ver esta imagen me conmocionó y entristeció: un grupo de personas incapaces de intercambiar palabra y hablar entre ellos, sumergidas quién sabe en qué mundo virtual que los aleja, cada vez más, del momento presente, de la realidad más palpable. Y lo más grande es que igual estaban intercambiándose mensajes entre ellos poniéndose caritas redondas y amarillas mientras son incapaces de hablarse, de mirarse a los ojos y de sentir.
Es el precio que pagamos por ser el producto en el que nos hemos convertido: carne fresca y consumidores potenciales para las grandes empresas que nos marcan qué camino seguir, cómo vestir, cómo no-vivir…
Y mientras aquellos bancos de barrio sucumben al deterioro del paso del tiempo, lo más humano hace lo propio ensalzando a una vida sin vida a las conversaciones de quienes, se supone, tienen miles de amigos en redes y whatsapp y no son capaces de compartir una charla en una noche de sábado.