Por más que Ramsés II sea mucho más importante y mucho más popular, no ha existido ningún otro faraón tan herético como Amenhotep IV o Amenofis IV, más tarde llamado Akenaton. Ya nos hemos referido a él en el capítulo bíblico en tanto que en el capítulo del cine que aborda directamente la propia historia egipcia, nos encontramos que entre tres de las películas más reconocidas, dos, Sinuhé el egipcio, y Faraón, abordan la crisis de El Amarna, la más importante que en el orden de las ideas conoció el muy conservador Antiguo Egipto. Por otro lado, su compañera en el trono y en las ideas, Nefertiti, es la gran protagonista de al menos otras dos, aunque ninguna de ellas resulta digna de atención. Una idea de la trascendencia de la “revolución religiosa” que encabezó la “pareja solar”, nos la ofrece el filósofo e historiador norteamericano Barrows Dunham en su magnífica obra Héroes y herejes: “El hombre que se casó con la más hermosa mujer que haya existido en cualquier tiempo y lugar, fue también el primero de los herejes conocidos. Además, cosa inhabitual entre los herejes, ¡era el rey absoluto!. De esta suerte, no hubo disturbios al producirse la herejía; sencillamente fue decretada por él. Pero el mundo de los intereses creados, empobrecidos por ello, le odió; y su pueblo, liberado demasiado de prisa de las ideas tradicionales se alarmó (…) Akenaton proscribió la vieja teología, clausuró los templos de los dioses tradicionales y abolió los sacerdocios, servicios y beneficios vinculados con ahora (…) había privado de sus funciones y privilegios a toda una clase -los ellos (…) El furor de y la consternación sacerdotales, difícilmente pueden haber sido menores que lo serían si algún gobierno actual aboliera, de un solo golpe, catolicismo, protestantismo, judaísmo y todas las religiones existentes hasta sacerdotes de Amón- cuya riqueza, prestigio y poder dependían de la aceptación popular del las viejas ideas (…) Evidentemente, el conocimiento no triunfa siempre, ni tampoco la belleza. Sin embargo, permanecen subyacentes y, a la larga, acaban aflorando de nuevo a la superficie…”
Aunque su reinado apenas si se prolongó durante apenas quince años, Akenaton intentó poner freno a la ambición de la casta sacerdotal tebana parasitaria del Estado, convirtió a Aton en el que único Dios creando no solamente el monoteísmo sino también abordando una medida que tiene bastante paralelismo con la Reforma, se trasladó a una nueva capital, El Amarna, provocó una auténtico conmoción en las elites políticas y burocráticas, promovió una verdadera revolución en el terreno artístico, por primera vez los artesanos fueron considerados como artistas, y los faraones fueron retratados “al natural”, alegre y amorosamente, se impuso el realismo, el papel la reina fue especialmente sobresaliente, casi el de una ideóloga,, que, además se mantuvo en sus concepciones hasta el final. La reacción de la casta sacerdotal nos recuerda la respuesta en 1934 de unos terratenientes ante las prédicas reformistas del diputado demócrata cristiano de la CEDA, Jiménez Fernández:”Si nos quieren quitar las tierras con los Evangelios, nos haremos cismáticos”, o sea que la casta podía aceptar el cambio de dioses pero no la mengua de sus prebendas. Cuando la crisis fue cerrada por la intervención conjunta de sacerdotes y militares, y con la connivencia de su yerno Tutankamón, lo convirtieron en un “maldito”. El descubrimiento de la herejía armanita convirtió a Akenaton en un faraón sobre el cual se establecieron dos líneas de aproximación, una que lo convertía en un antecedente del cristianismo, en lo más próximo a esta doctrina que había producido la antigüedad, mientras que otra lo abordaba como un reformador social enfrentado a los privilegios de la Iglesia.
De la primera óptica nos ofrece un torpe espejo Sinuhé el egipcio, de la otra una magnífica traducción en Faraón, esto sin olvidar diversas evocaciones sobre Nefertiti aunque ninguna de ellas es digna de atención.
El doctor Sinuhé.
A Sinuhé el egipcio (Fox, 1954) le corresponde al menos el mérito de ser la primera superproducción que brinda una fascinante cuidada visión de la civilización egipcia “desde dentro”. Desde la perspectiva actual resulta difícil de apreciar lo que esto significó para el imaginario popular en un momento, y en lugares donde todo su esplendor apenas si llegaba a una vaga idea difundida por una egiptomanía de andar por casa, analfabeta por decirlo de alguna manera. El autor de estas líneas nunca olvidará el efecto que le causaron los carteles que nos evocaban un mundo apenas sospechado por las cuatro cosas que nos contaban sobre las pirámides y los faraones. Cierto es que tal fascinación era compartida por aquellas otras películas de la época con las que tenía tanto en común, tanto era así que para el público Sinuhé el egipcio siguió siendo otra más “de romanos”. Dicho impacto influyó poderosamente en la producción de otras grandes producciones, en la difusión de la novela de mika Waltari que –por decirlo de alguna manera- se veía por todas partes, al tiempo que contribuyó al interés sobre el Antiguo Egipto contribuyendo a dejar atrás el tiempo en que su historia aparecía como marginal.
Concebida por la Twentyck Century Fox como un segundo “tour de force” después del inusitado éxito de The robe y apoyada como ésta en el uso del cinemascope, así como en un equipo técnico bastante similar, repitiendo como guionista Philip Dunne, Louis Shamroy como fotógrafo, por no hablar de Alfred Newman y Bernar Hermann como músicos (que son, de lejos, lo mejor de la función), amén de dos de sus actores protagonistas: Víctor Mature y Jean Simons.
Dicho mérito proviene claramente de la novela de Mika Waltari, que a su vez se inspiraba en un célebre texto egipcio que narra las vicisitudes de un personaje que vivió realmente entre los reinados de Amenemhet I (1991-1962), y Sesostris (1971-1926), un detalle que Waltari aclara en su obra cuando hace decir su Sinuhé que su madre adoptiva le puso dicho nombre “según una leyenda, porque le gustaban las narraciones y pensaba que también yo había llegado huyendo de los peligros, como Sinuhé el legendario que habiendo escuchado un terrible secreto en la tienda del faraón, huyó a países extranjeros donde vivió largos años y tuvo toda clase de aventuras”, en una de las cuales se enfrentó a una especie de Goliat y lo venció. La historia está llena de vicisitudes desde el principio: Sinuhé (Edmund Purdom) es como Moisés recogido de las aguas del Nilo, pero en su caso el origen fue otra intriga palaciega. Recogido por Kipa y Senmut, será educado en la profesión de su padre adoptivo, la medicina, una ciencia en la que los egipcios dominaron hasta el punto de carecer de parangón en la Antigüedad.
Su carrera se vería truncada por dos acontecimientos.
Uno, contribuir, junto con su amigo Horemheb (Víctor Mature) a salvar la vida del faraón Amenofis IV (Michael Wilding) mientras éste espera una “revelación”, y como un Moisés o un Jesús escruta los cielos en el desierto sin percatarse de la presencia de unos leones, esto le lleva a ascender socialmente y llegar hasta la corte. Dos, enamorarse perdidamente de la pérfida heptaira babilónica, Nefernetenefer (Bella Darvi), lo que le lleva a Sinuhé a descender al abismo de la subestimación personal, a arruinar literalmente su vida, hasta el punto que incluso llega a vender la tumba reservada para el descanso eterno de sus nobles padres, algo que en Egipto es el límite de la ignominia. Nuestro héroe acaba teniendo que trabajar gratuitamente en la tenebrosa casa de los muertos junto con Mike Mazurki, durante mucho tiempo, aunque en la película apenas si ocupa unos segundos. A pesar de los esfuerzos de su fiel servidor Kastah (Peter Ustinov), y del amor que le procesa la bella partidaria de Ató, Merit (la siempre estupenda Jean Simons), Sinuhé inicia un exilio sin rumbo “pues no se atrevía a mirar a las gentes a la cara”. En compañía de su sirviente, inicia un largo viaje por países remotos como Kadesh, Babilonia, y la capital de los hititas Hattusas, y al final del cual, ya anciano pero rico, cuenta su historia y añora regresar porque “quien ha bebido agua del Nilo no apagará nunca su sed con otra”.
Aunque la película trata de seguir con cierta precisión la novela, su espacio no es el mismo, y la trama transcurre sin que casi en ningún momento resulte lo suficientemente clara al lector (sobre todo si no había leído a Waltari), así por ejemplo su historia con la cortesana resulta inverosímil porque las imágenes nunca precisan porque Sinuhé llega a extraviarse tanto por una mujer a la que ni tan siquiera le da un casto beso, y que se limita poner cara de perversa con una mueca, no hay elementos para entender una fascinación como por ejemplo se visualiza en Sansón y Dalila. Algo similar ocurre con todos los demás avatares de la película, una cosa es lo que se nos quiere decir y otra muy distinta lo que se refleja en una película más preocupada por demostrar las virtudes del cinemascope que en contar de verdad una historia.
Como es sabido, Waltari sitúa su historia durante el período de Akenaton, o sea en plena revolución religiosa, pero en la película esta presenta básicamente dos caras, de un lado todo índica que Akenaton busca un Dios invisible que está en los cielos, y por otro, se desarrolla una trama conspirativa en la que se ven envuelto sobre todo, el amigo de Sinuhé, Horemheb, que comienza como general y acaba como faraón, y la hermana del faraón, Baketamón (Gene Tierney), que es conocedora del origen de Sinuhé, quien a pesar de sus reticencias, colaboraría, con la intención de acabar con una guerra civil en la que los fieles monoteístas están siendo exterminados como si fuesen mártires cristianos, con el final de su hermano inyectando veneno dentro de la copa que daría a fin al monarca místico que, como el propio Sinuhé que constantemente se está interrogando el porqué de la muerte, y sobre que explicación última debe de existir sobre la vida. Porque ambos están buscando a un Dios que todavía tardará unos siglos por aparecer, un detalle que se remarca solemnemente al final. Solo hay un momento en que la “pareja solar” se manifiesta con autenticidad en la pantalla, y es cuando ambos entran en la sala del trono de manera informal, y rodeados de niños que juegan, un detalle que reproduce bastante bien el naturalismo y la afectuosidad reflejada en los retratos que quedaron de ellos.
Este aparatoso encargo fue realizado ya al inicio de su declive por Michael Curtiz (Budapest, Hungría, 1888- Los Ángeles, USA, 1962) de quien no se puede decir que fuera ajeno al género. La vida profesional de Curtiz se remonta a principios de siglos Su atracción por el cine llevó a Suecia donde trabajó como ayudante de Viktor Sjöström, y de Mauritz Stiller, y que con su nombre Mihály Kertész ya era un cineasta de éxito en su país natal, cuando exiliado en Europa tras la derrota de la revolución húngara de 1918, se convirtió en un serio competidor de DeMille realizando varios “colosales” de historia dual –antigua y moderna- siguiendo el método inaugurado por Griffith en Intolerancia. Diversos historiadores sitúan en esta película el comienzo de su decadencia. The Egyptian era indudablemente un “encargo” de la industria, y Curtiz que nunca tuvo ningún problema con ésta, sólo se muestra preocupado por cumplir con un proyecto mayestático en el que el escenario egipcio prima sobre cualquier otro detalle.
Por su parte, la olvidada Bella Darvi, es únicamente la fachada de un personaje vaciado de sustancia (quizás porque sus capacidades como heptaira resultaba imposible para el apocado público de The robe). Con todo, existen algunos momentos notables, los secundarios, sobre todo los femeninos están bastante logrados (impagable la faraona beoda). Con todo, la película causó en su día un impacto más que notable, contribuyendo poderosamente a que la novela de Waltari pasara a ser uno de los mayores “best sellers” de la literatura popular y que todavía se reedita cuando el resto de la obra del escritor finlandés no tuvo la misma suerte, aunque “Marco el romano” obtuvo buenas críticas, el cine no se acordó de ella.